BLOG: Europa son ellos
Si en la superpotencia de Carlos V ampliábamos las
fronteras del entonces inabarcable Imperio Español a base de lanzas y personajes
‘alatristescos’, hoy las picas en Flandes las clavan a diario los soldados de
la inteligencia y el talento de nuestro pueblecito español. ¿Quién no tiene
hijos, hermanos, primos o amigos batiéndose más allá del Pirineo en busca de un
trabajo digno que no le puede asegurar el ineficiente mercado patrio?, ¿Quién
no se agarra al clavo de la pasión por un oficio a base de una formación y una
experiencia que no pueden encontrar en la orilla? En una de estas, servidor se
embarcó el pasado sábado para hacer algo suya la aventura de unos amigos que
hacen más español el estilo de vida de un territorio al que da ritmo y color la
alegría de vivir de los mediterráneos, y en el que los decibelios en los
restaurantes corren de nuestra cuenta.
Leuven (Lovaina) tiene una población de 96.000 habitantes
según la Wikipedia, pero es uno de los destinos de referencia del programa de
movilidad estudiantil Erasmus, que ahora corre sus horas más bajas. No
obstante, de allí es la primera universidad católica del mundo, y donde el
símbolo del Fonske, el de la imagen,
simboliza la unión del deber y la diversión tan propia de sus habitantes
más multitudinarios. Con ellos, y con otros que como mis amigos, amplían
conocimientos postuniversitarios, se convierte en una ciudad en la que rige el
lema de “todo para los estudiantes pero con los estudiantes”. Estos, alivian la
pena de estar lejos de sus casas con algunos pequeños privilegios cotidianos
que demuestran que en España todavía tenemos mucho que aprender para cuidar
nuestro futuro. El resto lo ponen Skype, WhatsApp, tarifas de Internet
atractivas para el poco opulento mercado estudiantil y, sobre todo, mucho deseo
de permanecer cerca de los suyos. Los que de momento estamos aquí, recogemos
esa nostalgia y, de vez en cuando, partimos en busca de la llamada del amigo,
del hermano, de la novia, del hijo…
La región, que siglos atrás hablaba español, hoy muestra
sus minutas y sus panfletos turísticos en neerlandés y francés. Si acaso en
esperanto inglés o en alemán. Sin embargo, los gritos castizos, los
inconfundibles acentos andaluces, el irreprochable marketing catalán, tan bien
asentado, dan fe de la presencia cotidiana de miles de hispanos en sus calles,
en sus plazas, en sus costumbres. Tanto es así que la firma ‘Viva España’ es
una más en el decorado de las calles más cotizadas de las principales
localidades de la región. En otra división juegan los Zaras, Desiguales o
Casas, quienes ostentan fácilmente los edificios menos humildes de las ‘staats’
belgas.
Ocurre también en los relucientes adoquines de Gante, a orillas del Escalda, donde el champaigne es llamado Cava y se bebe en la calle brindando por esos rayos de sol que España parece tener arrendados. Ocurre en los pasadizos y callejuelas de Brujas, donde los gofres se venden al lado de algo exótico que viene del sur y llama churro; y ocurre en los frituur, el templo del pataterío belga, donde los estudiantes españoles hacen del tubérculo el alimento básico de su dieta.
Al final está Bruselas, una isla en medio de un mar de
corrientes encontradas, la capital de un país dividido entre flamencos y
balones, la bandera de una Unión plurilingüe y, a veces, incomprensible. Una
sede europea construida con vidrio y metacrilato pero rodeada de humildes
casitas donde lo importante es lo que se va a poner ese día encima de la mesa
para comer, mientras en el edificio de al lado se debate si vamos a poner
50.000 millones de euros en la casilla de Chipre o en la de Portugal, como si estuviéramos
jugando todos los europeos juntos a ‘Atrapa un millón’. Una metáfora de una
maquinaria europea que sabemos que siempre está ahí, a veces para apretarnos el
cinturón, otra para rescatarnos, siempre para pedirnos sacrificios, pero nunca
para ofrecernos un despacho de ese edificio de cristal y hacer lo suyo un poco nuestro.
Visitar la sede de la Comisión y el Parlamento Europeo despiertan las ganas de
ser europeo sin conseguir que seamos conscientes de que lo somos de facto, y
ese es un poco el fracaso de esa maquinaria fría pero potente como sus
edificios, que intenta arrancar sentimientos con buenas intenciones pero con
poco arraigo.
Mientras tanto, nuestros soldaditos hacen lo que no
consiguen monedas únicas, tratados de adhesión y espacios Schengen: sentir esa tierra un poquito
nuestra, porque somos de donde están ellos, que también llevan un poquito de
nosotros. Europa es un billete de avión barato y ellos, seguros de conquistar
un continente entero sin haber podido conquistar antes su país.
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